Un relato de La vieja sangre
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La noche siguiente a la gran inundación se convirtió en silencio. No hubo electricidad. No hubo luz. Solo oscuridad y barro. Gritos. Gemidos. Ausencias. Pueblo tras pueblo, casa tras casa, la soledad reventó familias y la incertidumbre, esperanzas. Las calles no eran calles sino cementerios donde todavía quedaban cadáveres escondidos bajo montañas de coches abandonados.
El día posterior a la primera noche amaneció barro mezclado con sangre. La marea de voluntarios llegó desde todas partes, cubriendo de abrazos y trabajo la desolación. Escobas arriba y abajo, tratando de arrebatarle a la nada las calles, los parques, las casas, las tiendas. Era como si alguien hubiera tratado de borrar las fachadas, arrancar el asfalto y los ladrillos, desdibujar el paisaje y convertirlo en una masa informe de lodo maloliente.
Faltaban muchos por encontrar, pero iban apareciendo los muertos. Amontonados y envueltos en mortajas nuevas, voces silenciadas apartadas, familias a la espera, expulsadas por aquellos que ni siquiera sabían bien qué había pasado ni lo que tenían que hacer.
La gente del barrio acudió como todos los demás, sin saber bien qué iban a encontrar, aunque la inundación y el desastre formaban parte de la historia del Cabañal, mil y una veces sumergido por las lluvias de otoño. Nada, sin embargo, desde la gran riada, podía parecerse a lo que encontraron.
Algunos reconocieron a la vieja sangre. Después de todo, los pueblos del Sur están conectados al mar y a las acequias, a los antiguos caminos y a los poderes que se esconden en la Albufera y cuya memoria es compartida por todos los moradores de la Valencia que fue y será. Y con ese reconocimiento acudieron al joven Rey, que trataba de luchar contra el barro, escoba en mano.
—¿Nos ayudarás? ¿Pueden los viejos poderes salvarnos?
El chico negó con tristeza, pues dichos poderes apenas habían logrado evitar el desastre para el barrio una vez más.
—La ayuda está en nuestras manos. Nada más.
—Y será agradecida.
Pasó una semana y el duelo creció hasta marchitar la esperanza tras los ojos de los pueblos. Allá por donde el rey pasaba trataba de dar ánimos, de compartir el fuego que llevaba dentro, pero el olor a carroña y barro nefasto hacían imposible levantar el espíritu. No había sitio para el consuelo, solo para el barro teñido de pesadillas.
Un día volvieron a buscar al Rey.
—Ya os dije que poco puedo hacer, más allá de lo que dan mis manos. No hay milagros ni pactos para limpiar este lugar. Es demasiado.
—No buscamos lo que no puedes dar. Hemos dejado atrás las esperanzas. Todos estamos de acuerdo. Danos venganza.
El joven sacudió la cabeza. Sabía que era algo que podía pasar, pero esperaba no llegar nunca a ello.
—No soy rey de estas tierras. No tengo el poder, ni lo quiero, para alcanzar el deseo que destruye vuestros corazones. Solo puedo ayudar, nada más.
—Pues hazte a un lado y mándanos a aquel que pueda darnos paz.
—La venganza no es la paz.
—La venganza es lo único que nos queda.
Hubo silencio y luego, aceptación.
—Está bien. No soy quién para pediros nada. Vuestro es el duelo y la acción, la forma y la palabra. Daré aviso. Correré la voz.
—Trato justo.
—No, no esta vez. La venganza en rara ocasión lo es.
Así que el Rey volvió al barrio con barro muerto en las botas y tristeza en las venas, pues la mirada de los hombres le había dado escalofríos y no podía mentir. Conocía a aquel que daría lo que necesitaban.
Dionisio esperaba, tenía el don de saber cuándo era buscado, sentado en una pequeña terraza, terminándose una cerveza fría y amarga. No se sorprendió al ver al Rey, que se sentó junto a él sin ceremonias.
—Te esperan al sur.
—Gran tragedia.
—Son buena gente, Dionisio, pero han perdido la luz. Ya no puedo darles ayuda. Te reclaman como quien invoca a la tormenta en lugar de a la lluvia.
—Y tormenta habrá. Pero no para ellos.
—¿Qué pedirás a cambio? ¿Amores? ¿Memorias?
—Todo eso ya lo han perdido. No. Esta vez la noche será generosa. Desgracia por desgracia. Corazón de barro. Penitencia.
—Sea. Viaja al centro de la desolación. Conviértete en su ariete.
—Los muros serán derribados. La dolçaina anunciará la caída.
Y así Dionisio abandonó el barrio por primera vez en su vida.
El paisaje era peor de lo que esperaba. Pese a los días pasados, pese a las grúas, los voluntarios, los camiones, los militares… el olor era ponzoña y el barro se había convertido en polvo de muerto, capaz de colarse por cualquier agujero, tapar la respiración y producir las peores pesadillas. La gente caminaba sin rumbo, tratando de arreglar lo imposible, enfrentada a un trabajo de Sísifo, inabarcable y agotador, frente al cual no parecía existir solución. Dionisio, sin embargo, era capaz de caminar sin mancharse, de respirar sin atragantarse, de flotar por encima de la desgracia, pues él era hijo de la tormenta y la mentira, del amor impuro, de la flor marchita. Pero el desgarro era tal que ni siquiera él podía evadirse al conjuro de la venganza que palpitaba bajo el lodo.
Así que acudió en silencio y bajo el palio de la noche hasta uno de los grandes descampados donde se acumulaban coches, muebles, juguetes, puertas, cuadros; recuerdos rotos y vidas pasadas, amores perdidos, memorias arrasadas. Hundió las manos en el barro y formó una bola, que luego juntó con otra, y, entonces, otra más; esculpiendo la forma de un hombre muerto, la esencia de un pasado robado. Piernas dobladas, brazos en cruz, rostro mirando al cielo estrellado con la boca bien abierta. Político doliente.
Dionisio no tuvo que decir nada. Solo dejó que la escultura empezara a secarse y se apartó unos pasos, cubierto de fango. La primera en acudir fue una anciana. Se quitó la alianza que jamás pensó que perdería y se la embutió en la boca a la escultura.
—Vicente.
Luego, llegó un hombre joven con el rostro rasgado por sombras. Sacó del bolsillo el bracito de una muñeca y se lo clavó en el ojo al monstruo de barro.
—Laura.
Un reloj roto. El nombre de un amante. Los pendientes de la abuela. Unas gafas quebradas. La cadenita de la comunión. Un libro hinchado por el agua. Y fotos. Imágenes de colores muertos, blanco y negro, sepia viejo, pegadas hasta formar una armadura de plástico y papel sobre el barro del hombre muerto, pues así es como la gente empezó a llamar a la escultura de Dionisio. Ve a ponerle una vela al hombre muerto. Pídele por tu madre. Pídele por tu marido. Pídele por los niños que se llevó la riada. Pídele muerte por muerte, sangre por sangre, voz por tormenta, penitencia. Exvotos consagrados a la oscuridad.
Dionisio esperó hasta la llegada del amanecer y contempló la ofrenda de lodo y recuerdos, artefacto imposible y ejecutor. Escribió un nombre con sangre sobre papel, se lo introdujo en la boca al hombre muerto y luego, con un nuevo pegote de barro, le tapó la cara hasta borrarle el rostro.
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Desde lo alto del palacio todo parecía en orden. La ciudad estaba intacta, al fin y al cabo, y nada parecía fuera de lugar. Si cerraba los ojos y respiraba hondo todo volvía a ser como antes. Antes de las lluvias y el horror, de los pecados sordos, de los fantasmas. Y es que quizá los gruesos muros podían protegerle de la furia y el odio, de los insultos y el lodo. Después de todo, el poder le había sido otorgado y por nada del mundo iba a deshacerse de él. Porque entonces tendría que hacerle frente al pasado.
Bajó hasta el despacho y barajó abrir el ordenador y revisar las noticias del día, pero no se atrevió. Todavía no había definido con el equipo de prensa qué iban a contar. Tenían que preguntar primero a Madrid, claro. Todo dependía de Madrid. Un paso en falso y acabaría como… bueno, prefirió no pensar en otros que parecieron intocables en su día. Lo mejor era seguir el camino tradicional y no hablar con las familias de las víctimas, ni con los afectados directos. Había algo a su alrededor, un aura de pérdida y derrota, que se le podía pegar a los dedos. Como sangre que no se podía lavar.
La secretaria golpeó la puerta y asomó la cabeza.
—La gente de prensa ya está aquí.
—Que pasen.
En un momento, cinco de los mejores gestores de relaciones públicas y redes sociales tomaron asiento frente a su mesa.
—¿Y bien?
Hubo un silencio prolongado.
—Es complicado. Pero todos estamos de acuerdo en que lo mejor es que siga sin dar muchas explicaciones. El mensaje negativo de la oposición se volverá en su contra. Después de todo, no pueden hacer nada. Y en cuanto pase lo peor, lo más inteligente sería atacar.
—¿Atacar?
—El silencio le hace parecer débil, pero eso se olvida rápido. El ataque movilizará a los suyos y creará confusión. En una semana, debería comenzar a visitar pueblos de la zona cero. Eso sí, por sorpresa, no queremos grupos organizados en su contra. ¿Dónde tiene más apoyo de los alcaldes? Unas cuantas fotos siempre vienen bien.
—Pues podríamos empezar en…
El político sufrió una arcada.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, sí. No sé qué me ha pasado. En fin, creo que lo mejor es que fuéramos primero a…
Algo se le metió por detrás de las fosas nasales, impidiéndole respirar. El rostro se le hinchó hasta casi reventar. Los expertos en comunicación se levantaron al unísono.
—¡Rápido! ¡Un médico!
—No. No, de verdad, no hace falta.
El político respiró. El tapón había desaparecido. Pero no podía dejar de oler algo nauseabundo. A restos fecales. A carroña vieja. Al parecer, el resto de los presentes también comenzó a sentirlo. Y todos le miraron horrorizados. El político se llevó la mano al rostro y se apartó una sustancia marrón y maloliente que le caía a chorros de la nariz.
—Es barro. ¡Es barro!
Pero los asistentes a la reunión no se quedaron a comprobarlo, y salieron a toda velocidad del despacho. El político trató de limpiarse con un pañuelo de papel, pero fue incapaz de arrancarse el lodo. Se levantó y entró en el baño. La imagen en el espejo le mostró cómo le seguía cayendo moco marrón, barro pegajoso, por todo el rostro, de la nariz, de la comisura de los labios, de los ojos, de las orejas. Se llevó la mano a los labios y vomitó. Un chorro de fango apestoso golpeó el lavabo con tanta fuerza que cubrió casi todo el espejo con gotas gigantescas. El sabor a carne muerta le invadió hasta hacerle caer de rodillas, resbalando, cubriéndose de más lodo, hasta que se volvió indistinguible de un cerdo en el cenagal.
El suelo se cubrió de pasta, las paredes de chorretones furiosos, no hacía más que expulsar barro por cada uno de los orificios de su cuerpo. Trató de incorporarse, pero los espasmos y las arcadas eran demasiado violentos. Y con cada vómito, cientos de voces chillaban nombres perdidos. Laura. Vicente. Toni. Sara. El político boqueó en busca de aire, pero todo era fango, todo era metano, ponzoña y muerte.
A siete kilómetros y ochocientos metros de distancia el hombre muerto se tragó la última foto, el último anillo, la última memoria, el último recuerdo. Dionisio se quitó la chaqueta y la plegó sobre el capó de un coche blanco. Luego, se subió las mangas de la camisa, cogió una de las muchas palas que rodeaban la escultura y, de un rápido golpe, le arrancó la cabeza, mandándola más allá de la campa de coches abandonados, hasta que se perdió de vista en el marjal que la inundación había creado cerca del barranco.
Cuando el personal médico entró en el baño encontró al político tumbado en el suelo de azulejos blancos. Todo estaba limpio, impoluto. Trataron de reanimarlo, pero tenía algo que le obstruía las vías respiratorias.
Nunca nadie pudo entender cómo le llegó hasta el esófago el brazo de una muñeca rota. Ni cómo era posible que tuviera el estómago lleno de fotos viejas.
Fuera, comenzó a llover y la tormenta acabó por llevarse los restos del hombre muerto. Y no es que oliera mejor, pero la gente pudo volver a respirar.
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